martes, 24 de agosto de 2010

¿Qué une a los individuos en una sociedad o cultura?


Henri Metisse, La Danza. 1909

Muchos hablan de la famosa aldea global como una realidad. Si nos ceñimos al concepto de globalización estamos inmersos en ella. Basta con solo dar un clic y poder enterarnos de lo que pasa en china, apreciar una danza ritual de una remota isla del pacifico, escuchar música tradicional judía o aprender francés e inglés al mismo tiempo. Si bien las fronteras geográficas de los países, en su división política como tal, están presentes y es una realidad que no se puede cambiar, aquello que creíamos inimaginable podemos presenciarlo o conocerlo en cuestión de segundos. Saliéndonos del concepto de frontera geográfica, podemos recorrer el mundo en un solo día. A primera vista suena bien y si lo miramos con benevolencia es una forma de reconocer que aparte de la esta porción de tierra que habitamos, llámese Colombia o Latinoamérica, hay otros lugares habitados por seres humanos con unas características particulares.
Volviendo al término de aldea global, como esta tan de moda, nada nos separa en el sentido en que podemos presenciar al otro en tiempo real o virtual. Se estrechan los lasos de comunicación y esa sensación de soledad queda doblegada ante un extraño don de presencia. El anonimato es cosa del pasado. Podemos enterarnos de lo que hace el otro o los otros enterarse de lo que hacemos, también en cuestión de segundos, muy acorde al paradigma que rige nuestro mundo actual: la inmediatez.


La distancia era un prejuicio, ahora no. Podemos decir que lo que nos une como individuos ante una sociedad es la diversidad y la capacidad en reconocerla. El aceptar la diferencia, reconociendo en los otros aportes o puntos de vista en común para llegar a un acuerdo, es una necesidad presente en cada momento de nuestras vidas. No tiene nada de malo, de hecho así como bailar es una necesidad social, también está el de crear un consenso. Pero cuando se usa la diversidad con otros propósitos la cosa se torna preocupante. Si una potencia, aquella que domina de alguna u otra forma los discursos, se adueña de ese concepto o se vale de la excusa de que no hay fronteras, podrá sin reparo alguno imponer su concepción del mundo y su verdad como una forma absoluta, olvidando el resto de verdades que cada individuo o grupo social ha construido. (No hay que ir muy lejos para saber de quién estamos hablando). Con esto no quiero satanizar la globalización ni mucho menos desprestigiar el uso de nuevas tecnologías para acceder a eso que antes tocaba conformarnos con un mero relato o anécdota de alguien que haya ido a tierras lejanas. El punto es como ponemos en práctica aquel discurso siendo consientes de sus beneficios pero también de sus posibles consecuencias.

Algunos denigran de la condición de ínvido encasillándolo en un “despótico egoísmo” pero, como me decía una profesora alguna vez “sin individuo, no hay sociedad”. Un individuo decide unirse a la sociedad porque busca allí un interés en especial; la identidad. Y fuera de crearse una imagen de sí mismo es acudir al otro para que este le dé valides a sus actitudes e ideas. Proyectar lo que se quiere hacer, decir o representar. Un chico que escucha punk se sentirá plenamente identificado con otros chicos que escuchan la misma música. Van a los mismos parches y se sollan los conciertos, el no futuro los une como una reacción al orden establecido. Es una identidad que han construido como perfectamente lo puede hacer la niña vestida a la moda que pasa cerca de ellos y horrorizada ante su presencia camina a paso largo dirigiéndose a la casa de su amiga, también vestida a la moda, para practicar la última coreografía de Lady Gaga. Y justo en la casa de al lado se pueden estar reuniendo un club de fans de Vicente Fernández donde cada uno de sus integrantes, haciendo gala de su membrecía, muestra con orgullo su colección de discos, películas, afiches y demás objetos alusivos al charro mas macho de todos, o en la otra cuadra un grupo de señoras se sientan en una fina y decorada sala para ver y recordar, gracias a un video- casete, café, con aroma de mujer y otras tele novelas colombianas que las hicieron soñar con galanes, olvidándose por un momento de sus señores maridos. En cada una de estas situaciones el individuo, desde sus intereses, gustos y concepciones del mundo, trata de satisfacer la necesidad de estar acompañado y de ver en el otro la manifestación de sus mismas creencias. Poder compartir con unos cuantos un placer que a la vista de los demás puede ser ridículo, insulso o locuaz.


Hay sentimientos o temas universales que ponen de manifiesto el estrecho lazo entre individuo y sociedad. Y eso lo demuestra con maestría el arte. Ya sea la pintura, la literatura, la música, el teatro o la danza, todas desde sus técnicas, plasman eso que aqueja o reconforta al ser humano, aquello que nos une de manera abismal, sin importar las distancias. No hay nada más asombroso que aceptar nuestra condición de mortales. Nos unimos al otro para hacer más llevadero el innegable transitar. El amor y el desamor, la vida y la muerte, la guerra y la paz, el pudor y la lujuria, el hambre y la saciedad, la alegría y la tristeza, fuera de ser emociones contrastantes, son un complemento y de alguna u otra forma regulan nuestro yo. El yo acude al otro para confirmar su existencia. El arte como tal, en toda su expresión, aparte de ser el intérprete de nuestra confusa existencia, construye memoria, otra necesidad crucial del individuo para unirse a la sociedad; confiar en el otro la trascendencia de sus acciones, perpetuar su recuerdo manteniendo viva su palabra.

Con todas estas rupturas donde se exaltan nuevos dioses, se crean nuevos países, se acumulan nuevas riquezas, muchos optan por mirar con desdén la sociedad o cualquier lazo de unión. En medio del exagerado fluir de información que quiere totalizarlo todo, hay unos, pocos o muchos, que se identifican con los demás en esas pequeñas diferencias construyendo una identidad y de paso un mundo diverso, pero no el del ambiguo concepto de la aldea global, sino el de reflejarnos en el otro.

Felipe Sánchez Hincapié

No hay comentarios:

Publicar un comentario